jueves, 9 de noviembre de 2023

De Ese único río que se queda [1992-2010]
(2010)
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(…) cuerpo sólo sonido de mi voz poseyéndole.
Vicente Aleixandre, “Mano entregada”, Historia del corazón


Le temps se ser de mots comme l’amour
Paul Éluard, Capitale de la douleur


Tout porte de noires blessures
Même la famme qui me manque
Paul Eluard, La Rose  publique


La palabra:
ese único río que queda,
esa única montaña,
ese mar y esa espuma de mis horas (…)
Ana María Fagundo, Como quien no dice voz alguna al viento



[Noelia]

¿Y quiénes éramos adolescentes así; tórridos
por no hablar, con las palabras rodando
hacia la consumación temprana
de unos cuerpos que aún no sabían arder?

¿Qué animal era en los ojos, qué fruta
la de los dedos si solo la timidez
colgaba de ellos como un sol
que podía cuchichear adentro de nosotros?

Eras el primer poema, la punta
de exaltación asomando a los labios,
el sabor presentido de una saliva
llena de aromas inocentes. Tú sobre ti;

haciendo de aquellas veces un abrevadero
para el caballo de todos los sueños
a punto de relinchar, sacerdotisa
núbil de tantos y tantos años por vivir.

Eras. Y así fue como supe que respirar
tiene que ver a veces con la perfección.



[Belinda]

Blanca era tu fabla y en tu boca aún el susurro
era nieve.
Sé que estabas en la transparencia
como si otra cosa no conocieras,
como si desde ella la sangre te dibujara
en su delicado tránsito
todo cuanto hay de mirlo en las palabras.



[Gera]

Fueron años que ahora me cuesta recordar
sin confundirme, la memoria tacha encima de lo escrito
y abre zanjas con otra letra imposible de leer.

Te conocí en el taller de poesía de la Universidad
Católica; hoy no podría separar
aquellas horas, con su urdimbre fresca de palabras
y cauce lento, de estas, donde la remembranza
tiene su propio cuerpo lacrado por la imagen.

Adolescente fui en días idénticos a nubes
pero el organismo es un armario
en el que hemos ido guardando las páginas
del sol, los utensilios de la sangre,
devorados por el errar y la húmeda penumbra.

Era la piel como un vaso exacto
queriendo estar colmado por los excesos
de otra sed; cada palabra nombraba
con sus propios dedos el éxtasis vacío de las formas
que estallaban como elásticas semillas
muy cerca de la tierra y del jadeo.

Te fuiste a Ucrania para que la nostalgia
reescribiera cada uno de los árboles de Caracas
con una caligrafía semejante a la ceniza.

Hubo pájaros merodeando tu no estar, música
de Alexander Scriabin y poemas de Cernuda:
estas líneas escribo,
únicamente por estar contigo.
Luego me fui yo (¿venimos, vamos?). Supongo
que nuestras vidas han
ido siendo, cada una por su justo lado, ese río
que irá a dar a la mar
amoratada, pero el morir es diario

y sólo conseguimos entendernos si hablamos
el idioma del musgo y de los huesos.



[Gera]

Todo o nada —dijiste, con los labios
apretando fuertemente una porción de aire
que parecía ser el último o el primero—:
si no es la música encarnada
por la vibración arborescente de mis dedos,
si no es eso, más el abismo deslizándose
viril sobre mi nuca —dijiste—, con su hervor
de pequeña muerte que alimenta, entonces
prefiero la sangre seca de un tirón,
abruptamente entre mis venas como un pequeño
río que ya sólo arrastra el hediondo fluir
de la ceguera. Así te recuerdo, erguida
para no darle gusto a la derrota, árbol
en el que las palabras maduran por su cuenta
y no admiten otra cosa que la disciplina
del furor o el desafío.
Todo o nada —dijiste— y que las estrellas
hagan mi equipaje
en este irrevocable itinerario hacia los órganos
difíciles de la flama, hacia el nudoso
descenso donde el piano es carne y es,
de un modo único, Dios o su viscosa sombra.



[Gera]

Después de caminar horas y horas
por su reducido paisaje
de urbana y sucia geometría,
hice un pacto con la plaza.
Dije: ella sobrevive en tus minúsculas
palmeras, en el borboteo del agua
desgarrando sin remedio la garganta
de la tarde, en los transeúntes;
que son como las sílabas
escurridizas de un poema en continua,
imperfecta descomposición. Guárdala
de esta tristeza sin techo,
que no se enteren los edificios;
son viejos, circunspectos y envidiosos.
Disimula su ausencia con palomas.



[Gera]

Leíamos Paisano en una discoteca;
a nuestro alrededor cuerpos destrozados
por la fiebre inútil, fragmentos hostiles
orbitando en la mugre de la luz artificial.

Mi voz quería ascender hasta el equilibrio
reseco, menesteroso de Los Andes,
frotarse contra la corpulencia embustera
de Ramón Palomares y que todo
ese acopio acabara siendo techumbre
para la sed mendaz y sin enmiendas.

Mi voz era un pedernal interrogando
la efímera estación del fuego cuando nutre
cualquier apariencia sedentaria; y no sé
dónde había más espasmo, si en toda aquella
gente moviéndose con violenta incuria

o en nosotros, ocupados como estábamos
en edificar un dolor que nos perteneciera;
frágil, torpe, y quizás incompleto todavía.



[Irama]

Debemos creer a Cioran cuando dice
que la vida es el lugar de las separaciones.
Un desvaído puerto, si lo miramos bien,
es todo alrededor y todo ahora encajado
en nuestra carne como un clavo frío y sin raíces.

Quise saber por ti, a través de ti,
lo que era desabrocharse las palabras

y aletear sin voz en un clima blanco y solo tuyo.



[Iulia]

El verano se te pega a los párpados
con lujuria pausada. En cambio
este olor a salitre, a viscosidad añil
e incontestable, viene del subsuelo tuyo,
que es algo así como una playa
enloquecida por los trazos de un pincel
impresionista: los colores son sílabas,
las sílabas dedos, los dedos
animales de espejeante, feliz respiración.



[Gera]

Duele tu contextura biselada
por el ardor del insomnio,
tu distancia
                    alimentando
                                         mis hendijas

(ahora que Caracas se deja llover
como quien sabe
                             que su cuerpo
es una obligada resistencia,
                                             otra mentira).



[Iulia]

Al caminar, una luz de diamante
ata tu cuerpo volátil
a la decana fijeza de lo blanco.



[Lenky]

Sobrevivirnos. Nadar por encima
de nosotros, a contrasangre, sin detenernos
ni un momento; ásperos, equivocados,
tal vez, conmovedores hasta en los
despropósitos, quizás. Árboles exhaustos
de existir a ciencia cierta, con la luz
borrándoles menesterosamente el cuerpo.

Habremos de ser los herederos de ningún
reino, los póstumos administradores
del balbuceo y de la gracia. Sin Dios
murmurando al otro lado del pantano, sin
correctivos para la sucia materia
en la que a pesar de todo naufragamos.



[Gera]

Y otra vez Prokofiev deslizándose
por entre las ramas del almendro,
susurrando una consonancia de la carne;
otra vez tú, restituida al resplandor
de una sonrisa momentánea y lúcida,
venida de otra edad, de otro
estremecimiento en la orilla misma
de existir, rítmica en la sombra
y en el éxtasis. Otra vez la música
de las esferas, aquí, en la palma de mi mano.



[Elisa]

Íbera (o tal vez fenicia) por la redondez
altiva de tu piel
escrita con esmero por los dioses.

Tu boca es un signo, una contraseña
para desentrañar el tiempo
y su rojez nítida;

como si pudiera tocarse lo invisible
desde ella
y romperlo en mil astillas
perfectamente maduras y oleosas.

Lo sé porque al no poder besarte,
la muerte baila
en los alrededores
de mi lengua
como tejiendo palabras en desorden.



[Gera]

Hicimos un pueblo único en el mundo
luego te fuiste
y quedó el clima.
Yolanda Pantin

Aquí las calles son los distintos
versículos
con que el verano repite
su monserga

(todo se fue contigo
a ese lugar en el que la nieve
es incluso un modo de moverse,
de proferir diminutas
palabras que cortan
muy despacio la garganta).

Aquí el bochorno pudre casi
de inmediato las hojas
recién caída de los árboles,
y las frases recién
caídas de la boca.

Olvidaste llevar
la insolación en tu equipaje.



[Gera]

En este momento escucho a Brahms;
el Concierto para piano y orquesta
en re menor op. 15. Clara Wieck murió
delgada como una hogaza de pan
a la que ni siquiera la luz se atrevía
a remover porque su materia
era exacta y fatigado su equilibrio.
Ella supo que todos los elementos
de esta música estaban dispuestos
como dedos que intentaban recorrerla
o descifrar el moroso contrapunto
de todos sus movimientos rutinarios.
Por eso tocaba el piano intentando
pulsar al mismo tiempo la templada
sumisión de los objetos, atenta no
a las notas, sino a los ruidos
más íntimos del cuerpo, reclinada
sobre un territorio demasiado
mortal para sus dedos de otra parte.



[Gera]

De todos los animales (los que no han podido haber
muerto, lo sé) que se arrastran plenilunios
por la máquina memoria, por sus dunas poco diurnas;
probablemente tus caderas son los más desenvueltos a la hora
de ejercer el salto hacia los acantilados
de la duermevela y el abultamiento de la sangre que manzana
de morder es, manzana o deseo sellado al borde
mismo de la música (con nuestros gestos, con los pulmones
que así nos pertenecen, con la lengua que hemos
ocupado en conversaciones, blasfemias y entresijos
de la carne; con todo eso, el polvo dialoga con el polvo).

Luego están los brazos, luego el cuello, después
todos los lunares bien dispuestos como signos en la página
epidermis, obedientes de la noche que consumes
en tu oscura ondulación de verbo y trópico.

De todos tus animales, los que no han muerto,
prefiero la tu voz en espejos concertada, coleóptero habitante
del relámpago, la tu voz hecha a imagen y semejanza
de otras apariciones y del exilio en el reino de mi propio cuerpo.






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