De Ese único río que se queda [1992-2010]
(2010)
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(…) cuerpo sólo sonido de mi voz
poseyéndole.
Vicente
Aleixandre, “Mano entregada”, Historia
del corazón
Le temps se ser de mots comme l’amour
Paul
Éluard, Capitale de la douleur
Tout porte de noires blessures
Même la famme qui me manque
Paul
Eluard, La Rose publique
La palabra:
ese único río que queda,
esa única montaña,
ese mar y esa espuma de mis horas (…)
Ana
María Fagundo, Como quien no dice voz
alguna al viento
[Noelia]
¿Y quiénes
éramos adolescentes así; tórridos
por no hablar,
con las palabras rodando
hacia la
consumación temprana
de unos cuerpos
que aún no sabían arder?
¿Qué animal era
en los ojos, qué fruta
la de los dedos
si solo la timidez
colgaba de ellos
como un sol
que podía
cuchichear adentro de nosotros?
Eras el primer
poema, la punta
de exaltación
asomando a los labios,
el sabor
presentido de una saliva
llena de aromas
inocentes. Tú sobre ti;
haciendo de
aquellas veces un abrevadero
para el caballo
de todos los sueños
a punto de
relinchar, sacerdotisa
núbil de tantos
y tantos años por vivir.
Eras. Y así fue
como supe que respirar
tiene que ver a
veces con la perfección.
[Belinda]
Blanca era tu
fabla y en tu boca aún el susurro
era nieve.
Sé que estabas
en la transparencia
como si otra
cosa no conocieras,
como si desde
ella la sangre te dibujara
en su delicado
tránsito
todo cuanto hay
de mirlo en las palabras.
[Gera]
Fueron años que
ahora me cuesta recordar
sin confundirme,
la memoria tacha encima de lo escrito
y abre zanjas
con otra letra imposible de leer.
Te conocí en el
taller de poesía de la
Universidad
Católica; hoy no
podría separar
aquellas horas,
con su urdimbre fresca de palabras
y cauce lento,
de estas, donde la remembranza
tiene su propio
cuerpo lacrado por la imagen.
Adolescente fui en días idénticos a nubes
pero el
organismo es un armario
en el que hemos
ido guardando las páginas
del sol, los
utensilios de la sangre,
devorados por el
errar y la húmeda penumbra.
Era la piel como
un vaso exacto
queriendo estar
colmado por los excesos
de otra sed;
cada palabra nombraba
con sus propios
dedos el éxtasis vacío de las formas
que estallaban
como elásticas semillas
muy cerca de la
tierra y del jadeo.
Te fuiste a
Ucrania para que la nostalgia
reescribiera
cada uno de los árboles de Caracas
con una
caligrafía semejante a la ceniza.
Hubo pájaros
merodeando tu no estar, música
de Alexander
Scriabin y poemas de Cernuda:
estas líneas escribo,
únicamente por estar contigo.
Luego me fui yo
(¿venimos, vamos?). Supongo
que nuestras
vidas han
ido siendo, cada
una por su justo lado, ese río
que irá a dar a
la mar
amoratada, pero
el morir es diario
y sólo
conseguimos entendernos si hablamos
el idioma del
musgo y de los huesos.
[Gera]
Todo o nada
—dijiste, con los labios
apretando
fuertemente una porción de aire
que parecía ser
el último o el primero—:
si no es la música
encarnada
por la vibración
arborescente de mis dedos,
si no es eso,
más el abismo deslizándose
viril sobre mi
nuca —dijiste—, con su hervor
de pequeña
muerte que alimenta, entonces
prefiero la
sangre seca de un tirón,
abruptamente
entre mis venas como un pequeño
río que ya sólo
arrastra el hediondo fluir
de la ceguera.
Así te recuerdo, erguida
para no darle
gusto a la derrota, árbol
en el que las
palabras maduran por su cuenta
y no admiten
otra cosa que la disciplina
del furor o el
desafío.
Todo o nada
—dijiste— y que las estrellas
hagan mi
equipaje
en este
irrevocable itinerario hacia los órganos
difíciles de la
flama, hacia el nudoso
descenso donde
el piano es carne y es,
de un modo
único, Dios o su viscosa sombra.
[Gera]
Después de
caminar horas y horas
por su reducido
paisaje
de urbana y
sucia geometría,
hice un pacto
con la plaza.
Dije: ella
sobrevive en tus minúsculas
palmeras, en el
borboteo del agua
desgarrando sin
remedio la garganta
de la tarde, en
los transeúntes;
que son como las
sílabas
escurridizas de
un poema en continua,
imperfecta
descomposición. Guárdala
de esta tristeza
sin techo,
que no se
enteren los edificios;
son viejos,
circunspectos y envidiosos.
Disimula su
ausencia con palomas.
[Gera]
Leíamos Paisano en una discoteca;
a nuestro
alrededor cuerpos destrozados
por la fiebre
inútil, fragmentos hostiles
orbitando en la
mugre de la luz artificial.
Mi voz quería
ascender hasta el equilibrio
reseco,
menesteroso de Los Andes,
frotarse contra
la corpulencia embustera
de Ramón Palomares
y que todo
ese acopio
acabara siendo techumbre
para la sed
mendaz y sin enmiendas.
Mi voz era un
pedernal interrogando
la efímera
estación del fuego cuando nutre
cualquier
apariencia sedentaria; y no sé
dónde había más
espasmo, si en toda aquella
gente moviéndose
con violenta incuria
o en nosotros,
ocupados como estábamos
en edificar un
dolor que nos perteneciera;
frágil, torpe, y
quizás incompleto todavía.
[Irama]
Debemos creer a
Cioran cuando dice
que la vida es
el lugar de las separaciones.
Un desvaído
puerto, si lo miramos bien,
es todo
alrededor y todo ahora encajado
en nuestra carne
como un clavo frío y sin raíces.
Quise saber por
ti, a través de ti,
lo que era
desabrocharse las palabras
y aletear sin
voz en un clima blanco y solo tuyo.
[Iulia]
El verano se te
pega a los párpados
con lujuria
pausada. En cambio
este olor a
salitre, a viscosidad añil
e incontestable,
viene del subsuelo tuyo,
que es algo así
como una playa
enloquecida por
los trazos de un pincel
impresionista:
los colores son sílabas,
las sílabas
dedos, los dedos
animales de
espejeante, feliz respiración.
[Gera]
Duele tu
contextura biselada
por el ardor del
insomnio,
tu distancia
alimentando
mis
hendijas
(ahora que
Caracas se deja llover
como quien sabe
que su cuerpo
es una obligada
resistencia,
otra mentira).
[Iulia]
Al caminar, una
luz de diamante
ata tu cuerpo
volátil
a la decana
fijeza de lo blanco.
[Lenky]
Sobrevivirnos.
Nadar por encima
de nosotros, a
contrasangre, sin detenernos
ni un momento;
ásperos, equivocados,
tal vez, conmovedores
hasta en los
despropósitos,
quizás. Árboles exhaustos
de existir a
ciencia cierta, con la luz
borrándoles
menesterosamente el cuerpo.
Habremos de ser
los herederos de ningún
reino, los
póstumos administradores
del balbuceo y
de la gracia. Sin Dios
murmurando al
otro lado del pantano, sin
correctivos para
la sucia materia
en la que a
pesar de todo naufragamos.
[Gera]
Y otra vez
Prokofiev deslizándose
por entre las
ramas del almendro,
susurrando una
consonancia de la carne;
otra vez tú,
restituida al resplandor
de una sonrisa
momentánea y lúcida,
venida de otra
edad, de otro
estremecimiento
en la orilla misma
de existir,
rítmica en la sombra
y en el éxtasis.
Otra vez la música
de las esferas,
aquí, en la palma de mi mano.
[Elisa]
Íbera (o tal vez
fenicia) por la redondez
altiva de tu
piel
escrita con
esmero por los dioses.
Tu boca es un
signo, una contraseña
para desentrañar
el tiempo
y su rojez
nítida;
como si pudiera
tocarse lo invisible
desde ella
y romperlo en
mil astillas
perfectamente maduras
y oleosas.
Lo sé porque al
no poder besarte,
la muerte baila
en los
alrededores
de mi lengua
como tejiendo
palabras en desorden.
[Gera]
Hicimos un
pueblo único en el mundo
luego te fuiste
y quedó el
clima.
Yolanda Pantin
Aquí las calles
son los distintos
versículos
con que el
verano repite
su monserga
(todo se fue
contigo
a ese lugar en
el que la nieve
es incluso un
modo de moverse,
de proferir
diminutas
palabras que
cortan
muy despacio la
garganta).
Aquí el bochorno
pudre casi
de inmediato las
hojas
recién caída de
los árboles,
y las frases
recién
caídas de la
boca.
Olvidaste llevar
la insolación en
tu equipaje.
[Gera]
En este momento
escucho a Brahms;
el Concierto
para piano y orquesta
en re menor op.
15. Clara Wieck murió
delgada como una
hogaza de pan
a la que ni
siquiera la luz se atrevía
a remover porque
su materia
era exacta y
fatigado su equilibrio.
Ella supo que
todos los elementos
de esta música
estaban dispuestos
como dedos que
intentaban recorrerla
o descifrar el
moroso contrapunto
de todos sus
movimientos rutinarios.
Por eso tocaba
el piano intentando
pulsar al mismo
tiempo la templada
sumisión de los
objetos, atenta no
a las notas,
sino a los ruidos
más íntimos del
cuerpo, reclinada
sobre un
territorio demasiado
mortal para sus
dedos de otra parte.
[Gera]
De todos los
animales (los que no han podido haber
muerto, lo sé)
que se arrastran plenilunios
por la máquina
memoria, por sus dunas poco diurnas;
probablemente
tus caderas son los más desenvueltos a la hora
de ejercer el
salto hacia los acantilados
de la duermevela
y el abultamiento de la sangre que manzana
de morder es,
manzana o deseo sellado al borde
mismo de la
música (con nuestros gestos, con los pulmones
que así nos
pertenecen, con la lengua que hemos
ocupado en
conversaciones, blasfemias y entresijos
de la carne; con
todo eso, el polvo dialoga con el polvo).
Luego están los
brazos, luego el cuello, después
todos los
lunares bien dispuestos como signos en la página
epidermis,
obedientes de la noche que consumes
en tu oscura
ondulación de verbo y trópico.
De todos tus
animales, los que no han muerto,
prefiero la tu
voz en espejos concertada, coleóptero habitante
del relámpago,
la tu voz hecha a imagen y semejanza
de otras
apariciones y del exilio en el reino de mi propio cuerpo.
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